jueves, 7 de marzo de 2013

EL NIÑO DEL SACO de Carmen Garcés Pujades


Era un día soleado, como casi todos los que amanecían en aquel bello país.  Llegaba yo del trabajo, cuando me encontré a Andrés que, sentado en un taburete, sacaba de un saco lo que acababa de traer de su huerta: unos plátanos, yuca, unas cebollas…  Aunque era un hombre que casi siempre estaba alegre y sonriente, al verlo, llamó mi atención la expresión de su cara; se reía con una picardía especial, diferente, por lo que no pude resistirme a preguntarle qué era lo que le hacía tanta gracia.  Él me miró sin dejar de sonreír y me dijo:
-Es este caso que tengo aquí, que hoy me ha hecho recordar algo de mi niñez.
Sus palabras no hicieron más que aumentar mi curiosidad, así que le pedí que me dijera el porqué, y así empezó su historia:
Cuando yo era pequeño, tendría unos seis o siete años, después de cumplir con las obligaciones que tenía en casa, con los animales y las huertas, solía salir a jugar con un grupito de niños más o menos de mi edad, pero entre todos, yo era el más pequeño en tamaño, por lo que casi siempre me hacían alguna bromita pesada.  Un día, que estábamos haciendo diabluras, como siempre, por esas huertas y caminos, porque la verdad es que santitos no éramos, nos encontramos a uno de los compañeros de juego que volvía de llevarle a su tía unas calabazas y cebollas por mandato de su padre.  El caso es que Manolito iba ya de regreso con el saco vacío y a todos nos dio por jugar con el bendito saco hasta que, ya aburridos, a alguno del grupo se le ocurrió una gran idea.  Yo, que estaba tan tranquilo tirándole piedras a una tunera, no me había enterado de la brillante idea aquella.  De repente, siento que me agarran un montón de manos y, sin darme cuenta cómo y sin poder defenderme –claro, eran cinco contra uno –fui a parar dentro del saco y, no contentos con meterme dentro, lo amarraron para que no pudiera salir.  Grité, pataleé, pero nada, que no abrían el saco.  Así que, cuando al fin me convencí de que no me iban a dejar salir, dejé de gritar.  Ya vendrán a sacarme de aquí, pensé.
No sé cuanto tiempo estuve dentro, pero a mí me pareció una eternidad.  De pronto, alguien abrió el saco y me liberó; era el abuelo de uno de los chicos que, como supondrás, estuvieron castigados varios días por la travesura, me dijo.  Yo salí corriendo para casa, entre asustado y cabreado, a contárselo a mamá, quien al verme tan alterado, me preparó una tacita de leche calentita, con lo que al rato, ya todo se me había pasado.  Lo bueno es que el cabreo no me duró mucho porque, al día siguiente, ya estaba otra vez en la calle jugando con mis amigos, como si nada hubiera pasado.
Mientras Andrés me contaba su historia, yo escuchaba su relato con atención, pero lo que más llamó mi atención fue la expresión de su rostro: su cara, sus ojos se le habían iluminado con una luz distinta, era como si hubiera vuelto a ser aquel niño al que una vez sus amigos habían metido en el saco.
Así me lo contó aquel hombre entrado ya en años, pero transformado por breves instantes en el niño que alguna vez fue.  Andrés era mi padre.




3 comentarios:

  1. Bonita historia, sin duda. He de resaltar en ella, el tono en que ha sido contada; trasluce una emoción casi teñida de devoción. Al leer la última frase, es fácil adivinar por qué. Me ha encantado, Carmen

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  2. Muy bonita tu narración , te emocionaste al contarla y es con razón. Alicia.

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  3. Te felicito por tu escrito Carmen. En el se pudo apreciar que esta unido a hermosos recuerdos para ti, por la profunda emoción que te causo al leerlo.

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