Sentado en
la terraza de su casa, Miguel contemplaba el mar donde solía ir con sus amigos
a pescar. Estaba indeciso pero, aunque
el mar estaba picado, la fuerza de la costumbre le hizo decidirse; cogió la
caña y salió rumbo al mar.
Se sentó en
una roca que le era conocida y caña en mano, se dispuso a esperar que un pez
picara. Así permaneció mirando fijamente
al mar, como hipnotizado. Meditaba que
si pudiera se iría a otro pueblo, se compraría un coche para llevar a Rosita,
su esposa, a pasear por la ciudad, le compraría ropa bonita, la llevaría al
cine, a fiestas, bailaría, se reirían.
Pensaba lo bonito que sería irse lejos, viajar a otros países en un
trasatlántico o en avión, conocer otras costumbres, otras formas de vida.
Miguel se llenaba de ilusión de sólo pensarlo y de pronto, se encontró en una
calle muy larga, llena de luces, jardines de flores multicolores, escaparates
de tiendas de ropa, zapatos, comida, gente que caminaba por todos lados. Iba con Rosita de la mano y le asombraba todo
lo que veía, sentía estar en otro mundo.
Vio a lo lejos una iglesia que siempre había soñado ver de cerca y una
plaza muy grande llena de miles de personas que estaban oyendo misa. Miguel se detuvo y pensó en la ilusión tan
grande que sentía escuchando hablar al Santo Padre. Por fin, había ido a Roma y en plena emoción,
el sueño se esfumó.
Un pez había
picado y al moverse, la caña lo sacó de su ensoñación. Miguel seguía cerca de su pueblo, sentado
sobre una roca, a la orilla del mar, con su caña en la mano, pescando
ilusiones.
Y los sueños, sueños son o la vida es sueño. Soñar no cuesta nada y pescar ilusiones nos alimenta. Muy bonito, Maruca.
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