Está en su pasado. Se
pasea por él. Sabe exactamente dónde va;
dirige sus pasos hacia aquel preciso instante en que el destino caprichoso jugó
sus dados y la ruleta de la vida marcó su número ganador.
Se levantó de sopetón, pues no había sonado el
despertador. Su vuelo para Johannesburgo
partía a las diez de la mañana.
Apresurado, terminó de cerrar su trolley y, cogiendo abrigo y bufanda,
cerró la puerta tras de sí. Ya en la
calle, la multitud vaporaba bajo un cielo plomizo. Tomó un taxi con destino al aeropuerto. La intensidad del tráfico en hora punta
creaba múltiples atascos. Julián miraba
el reloj y las manecillas, amenazadoras, le anunciaban el fracaso de su arduo
intento.
Llegó a la terminal de salidas; los dígitos de los paneles
confirmaban el despegue inmediato de su vuelo.
Tras atravesar los arcos de seguridad, emprendió una acelerada carrera
hacia la puerta de embarque que, para su mala suerte, acababan de cerrar. Impotente, observó cómo su avión se perdía
entre las nubes. A la misma puerta
treinta y tres, llegó sin aliento otro pasajero tardío.
-Disculpe, caballero. ¿Es este el vuelo a Johannesburgo…? –preguntó
Julián se giró y entonces lo vio. El tiempo se detuvo. Aquel desconocido parecía salido de una
novela de Dickens. Solo recuerda unos
enormes ojos negros que le sonrieron; en su peculiar atuendo destacaba una
elegante chaqueta de tweed.
Hoy, veinte años después, despierta cada mañana ante aquella
perturbadora sonrisa y, su singular chaqueta, cuelga todavía en el armario de
la habitación compartida.