jueves, 18 de junio de 2015

EL FUNCIONARIO de Juani Hernández




            Corrían los años cincuenta…, cincuenta y cinco.  En mi barrio abrieron una sucursal de Correos y Paquetería Postal.  Los vecinos estaban encantados pues en esos tiempos, toda la comunicación con el exterior se tramitaba a través de cartas y pequeños paquetes que venían de América, principalmente de Venezuela, ya que todo transcurría en las Islas Canarias, en el Océano Atlántico.
            La pequeña sucursal era todo un acontecimiento; nos hacía aparecer un barrio importante, amén de una novelería.  El grupo de jovencitas casaderas estaba entusiasmado pues el joven funcionario, además de ser guapo y simpático, era todo un partido, tal y como se estimaba en aquella época, cuando la máxima aspiración de una joven era casarse y tener hijos.
            Pasaron los meses…, los años y cada uno de los vecinos del barrio fue organizando su vida, multiplicando sus familias o yéndose a buscar fortuna a otros países, allende los mares.
            Nuevos vecinos, nuevas formas de comunicación, e incluso cambio de hábitos: el barrio había cambiado.  Lo único que seguía inamovible era el pequeño centro de Correos.  Nuestro guapo y simpático funcionario, rectifico, ya no tan simpático ni tan guapo, todo lo contrario.  El tiempo y la rutina lo habían convertido en un ser gris, frío, restándole todo el encanto que antaño había enamorado a todas las jóvenes casaderas y a alguna que otra viuda pretenciosa.
            Muchos de los antiguos vecinos se decían: ¡qué vida tan insulsa lleva Manolo el funcionario!, como familiarmente lo llamaban.  Es más, se había convertido en un solitario, no se le conocía vida familiar, ni aficiones de ningún tipo, hasta se comentaba que tenía la maleta siempre preparada detrás de la puerta de la pensión.  ¡Lástima!, con lo que prometía cuando llegó a este barrio recién aprobadas las oposiciones y que, según él decía, había sido el primero en su promoción.  Comentaba siempre que podía que aquel puesto iba a ser provisional, que al mes siguiente ya no estaría allí, tendría un puesto relevante y podría organizar su vida tal como ambicionaba.  ¡Ah, pero…!  Cada mes una disculpa diferente: lo suyo no ha podido ser, el hijo del director ha solicitado un cambio y usted sabe cómo son estas cosas…, donde manda capitán…, pero descuide que el próximo ascenso es el suyo…, de todas formas usted no puede quejarse, que en su barrio le tienen mucha estima…  ¡Pobre Manolo!  Mira que se podría haber casado con el mejor partido del barrio, Margarita, la hija del carnicero, que ha muerto dejando riquísima a su hija y que sigue estando de tan buen ver a pesar de los años y de haber tenido cuatro hijos.
            Lo menos que imaginaban aquellos vecinos cotillas era que el pobre Manolo escuchaba los comentarios, hundiéndolo más y más en la gran amargura que lo embargaba desde hacía muchos años atrás, cuando cometió el terrible error de rechazar a Margarita, de la cual continuaba locamente enamorado. ¡Cuánto se había arrepentido de no haber abandonado el puesto de funcionario y haber aceptado el ofrecimiento del puesto de encargado de la carnicería que el padre de Margarita le ofreció.  Su arrogancia le había castigado duramente y no sólo eso, pues había jurado no hablar jamás de la proposición del padre de su adorada Margarita, con lo cual su vida y su ridículo fracaso eran más y más evidentes a los ojos de todo el barrio.

            Siempre le acompañaría el grave error de aferrarse a un mísero puesto y no abandonarlo.  Se había convertido en un gris y triste funcionario.


1 comentario:

  1. Me gusta como encausaste la historia para convertirla en relato. Destaco también el hecho de que la voz narrativa nade entre dos aguas: juzgar al protagonista o sentir lástima por el triste y gris vacío que lo acompaña.

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