Guardaba aquella cajita llena de deseos. Le hacía ilusión
destaparla cada mañana y con sus manos torpes y adoloridas por la implacable
artritis, la acariciaba con mimo, como si de un bebé se tratara.
Luego comenzaba su ritual diario,
poniendo todo su esfuerzo y esmero en su aseo personal, con arte y maestría
peinaba su pelo, de suaves ondas como hilos de plata, se maquillaba con una
sombra azul, muy similar al color de sus ojos, los labios en tono rosa, para
que combinaran con la blusa de encaje que tanto le gustaba, colocaba un ligero
toque de rubor en sus mejillas, y terminaba su ritual con unas gotitas de agua
de lavanda.
Y como era ya costumbre para Manuela,
se sentaba en su mecedora detrás del gran ventanal a esperar, con su cajita de
deseos en el regazo.
A Manuela la vida le negó el derecho
de ser madre, y ya tiene varios años de viuda, pero Manuela espera cada día,
con los ojos repletos de ilusión, viejos sí, y azotados sin piedad por los
vientos de la vida, pero no cansados de tanto esperar, pero, ¿A quién espera
con tanta ilusión, la dulce Manuela?.
Final abierto, tal como se pedía. Me gusta la descripción que haces de Manuela; no me resultó difícil verla retratada, gracias al lenguaje tan visual que usaste.
ResponderEliminarLa ilusión es lo ultimo que se pierde, relato lleno de ternura y sensibilidad. Pilar.
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