Él no fue invitado, pero
llegó un día. Me lo trajeron dentro de una caja. Era tan pequeñito, desnudito y
con los ojitos cerrados. Estaba tan encogidito en el fondo de una caja que daba
penita verlo, le llamaremos “Corazón” le dije a los niños, y cómo le damos de
comer, me preguntó Luisito, debería estar con su madre pero como no está le
daremos algo nosotros. Como si comprendiera que tenía que comer, se dispuso a
ello. Le di como pude, con un tetero de juguete; me asombró que tomara leche
pero fue lo que se me ocurrió en ese momento.
Fue creciendo cada vez más
bonito, reconocía al hablarle, tenía sus preferidos, cuando oía a Luisito, el
niño pequeño, le daba una alegría que no se podía contener, daba vueltas por
toda la casa, se subía a los muebles y no paraba de jugar con él.
Pero llegó el día en que
comprendí que debía irse con los suyos, con ellos sería feliz. Lo hablé con los
niños y, muy a nuestro pesar porque nos iba a hacer falta, le abrí la puerta, y
le dije, te puedes ir con los tuyos, tus padres, y hermanos. Un poco indeciso,
se fue, pero al rato regresó, quizás a decirme en su idioma que le gustaba
aquel cambio y que se acostumbraría. Yo, que estaba sentada en el jardín, quise
cogerlo pero estaba muy asustado y nervioso; no estaba acostumbrado a estar
libre e iba de un lado a otro hasta que cantando y feliz, levantó vuelo. Como si se
despidiera de mí, se fue hacia los árboles y entonces supe que jamás volvería.
Cuánta ternura me ha producido leer este relato. El tono en que está contado, evocador y lleno de dulzura, me ha transportado a la infancia de mis hijos, para revivir antiguos sentimientos muy cercanos al candor.
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