Volvían a encontrarse después de
tanto tiempo. Aunque se ignoraban, existía entre ellos un remoto nexo que los
unía; un lejano…, invisible cordón umbilical, testigo de un pasado en el que
sus existencias fueron de la mano y sus corazones latieron en un mismo pálpito. No había recuerdo de la infancia en el que no
estuviera el uno sin el otro. Sólo ellos
habitaban en su particular mundo impúber.
El tiempo había hecho mella en sus
vidas. Cuarenta años habían pasado. Eran sus rostros, ajados y encanecidos,
reflejo de vidas desconsoladas y resignadas.
Aquellos años permanecían anclados en su memoria; años de entrañable
complicidad en los que, los dos, eran solo uno, en los que el sol amanecía cada
día, única y exclusivamente, para ellos, como luz cenital sobre sus vidas.
Hicimos lo correcto, se repetía con
insistencia, aquello no podía continuar.
Nos hubiéramos hecho mucho daño.
No podíamos seguir amando a la misma persona. Aquel sentimiento que los aturdía, alimentó
su egoísmo, negándose a compartir ese amor. Fue precisamente ese amor enfermizo
y enloquecido el que nos separó, se decía a sí mismo. No podíamos continuar con ese peligroso juego
de tres. Aquella pasión se tornó en
celos y maliciosas disputas que envenenaron nuestro corazón. Tuvimos que decidir y lo hicimos. Pagamos un precio muy alto; el único que
podíamos asumir. Hoy, en esta etapa de nuestras vidas, aquellos recuerdos ya
reposados no duelen tanto –seguía reflexionando él–. Quizá seamos capaces de
reflotar de lo más profundo del alma, esos sentimientos hasta ahora ahogados en
un mar inquieto. Y en silencio, mirarnos
a los ojos. Sólo mirarnos y fundirnos en
un abrazo, un fuerte abrazo…
Relato de trama difusa, donde la voz narrativa es mera conductora de pensamientos y sentimientos, nacidos de un encuentro con el pasado. Ese final abierto nos deja con la duda de si ese abrazo se produjo o no, finalmente. Queda claro, sí, ese abrazo al pasado, esas arenas del ayer que siempre vuelven…
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