La cocina del
colegio daba a un patio trasero que, a su vez, se comunicaba con la entrada de
un garaje, de la que nos separaba una reja alta con puerta que estaba siempre cerrada con
llave.
En varias
ocasiones veía a un hombre que se paraba en la reja y me observaba fijamente,
con una mirada de loco en celo. En esa
época yo pecaba de vergonzosa e ingenua y no sabía lo que pasaba.
Un día, me
di cuenta de que aquel hombre hacía movimientos extraños con una mano escondida
entre sus pantalones, mientras no dejaba
de observarme con aquella mirada extraviada.
Entré al salón despavorida y mis compañeras, al verme llegar de esa
manera, me preguntaron enseguida:
-¿Qué te
pasa? ¿Por qué estás llorando? ¡Estás pálida como un muerto!
Yo les conté
lo que había visto y todas saltaron como resortes de sus asientos. Una cogió unas tijeras, otra un palo, una
tercera la escoba y juntas salieron a la calle tras él.
No lo
encontramos; se confundió entre la multitud y yo, al contarles que no era la
primera vez que había visto a aquel hombre en la reja, quedé presa de las
palabras de mis compañeras de clase.
-¡Eres
pendeja, boba! ¿Cómo se te ocurre callarte?
Eso no se puede tolerar nunca. Tú
no eres culpable, el malo es él.
Después de
todos los años transcurridos desde estos hechos, pienso que aquello fue una de
las primeras lecciones de liberación femenina y de autoestima que me enseñaron.
Experiencia personal, seguro que compartida con más de una. Lo has contado muy bien, Esther.
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