-Si hubiera
sabido detener el tiempo –pensó Ana, al recordar épocas pasadas en las que la
vida era de color de rosa.
Pero todo
cambia, para bien o para mal. Sentada en
la terraza de su casa evocaba los viajes que había hecho. Entre ellos, uno a la boda de su
sobrino. Fue en un pueblecito del llano
venezolano. Aquellos bellos paisajes le
habían impresionado. Esa fue la primera
vez que había visto los toros colados y todo era alegría. Su familia había venido de España y todos
participaron en los preparativos.
Luego, Ana
recordó el nacimiento de sus hijos, o las amistades que había ido añadiendo a
través de los años y otras que se perdieron por el camino.
Ojalá
hubiera podido detener el tiempo en aquella época tan bonita de su vida,
insistía en ese pensamiento aunque ella sabía que cada año de nuestras vidas es
un mundo que pasa y no se puede detener porque es ella, la vida, quien manda.
Con todos
aquellos recuerdos amontonados y sentada en su terraza, junto a su marido, Ana
contempló en el horizonte aquella puesta de sol con tan bellos colores:
amarillos, naranjas, grises en todas sus gamas, entre nubes blancas y el azul
del mar. Era un espectáculo maravilloso
de la naturaleza digno de contemplar.
-Dicen que
no se puede detener el tiempo. Claro. No en el bolsillo, ni en la cartera, pero
sí en nuestra memoria –le dijo a su marido.
Se agarraron
de la mano.
-Tienes
razón –le contestó abrazándola – Los recuerdos pasados y este maravilloso
espectáculo que Dios nos ha regalado es para recordarlo siempre, aunque el
tiempo pase.
Buen trabajo Maruca. Has ido creciendo como narradora, poco a poco, sin detener el tiempo, poniendo en cada escrito un cariño de orfebre
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