Hace frío; me
levanto para atizar el fuego de la chimenea que calienta mis doloridos y
cansados huesos. Afuera, el cielo plomizo atrapa la ciudad bajo su manto
helado.
Me siento sola
en esta soledad inmensa, yerma. El silencio recorre las estancias de la casa
como un líquido pesado que se cuela por debajo de las puertas. Sólo escucho el
lastimero latir de mi corazón en mi pecho ajado.
Hoy he
decidido escribir una carta sin destino conocido, que nunca leerás porque no sé
dónde te encuentras; para decirte que sigo aquí, donde me dejaste, donde nos
prometimos amor eterno; y aquí estoy, cumpliendo esa promesa de juventud que, con un
ardiente beso, sellamos.
Un día te
fuiste sin decir nada, amparado por la oscuridad de la noche, entre grises
colmenas de hormigón, únicas cómplices de tu huida.
Desapareciste
sin dejar rastro; nadie supo tu destino –a veces pienso que ni siquiera tú lo
sabías- ni qué poderosa razón causara tu marcha. Nadie preguntó por ti, solo yo
te he echado en falta. La vida se paró en el momento en que dejé de escuchar mi
nombre en tus labios.
Y espero…,
contemplando cómo la noche juega a esconderse hasta que el amanecer la
sorprende, un día tras otro.
Y espero…,
mientras mis sienes encanecidas me susurran el paso del tiempo.
Y espero…,
aunque mis ojos tristes ya no miren porque sólo desean ver lo añorado.
Poseo, en la
retina, imágenes de nuestros cuerpos fuertemente entrelazados; como si
presintieran lo que estaba por venir. A veces trato de visualizar tu ausencia,
imaginar cómo será tu vida, si me has echado de menos o simplemente formo parte
del cajón de sastre de tus recuerdos. Para vivir no es suficiente estar vivo;
soporto una existencia estéril sustentada por recuerdos posiblemente
idealizados, esperando una llamada, una carta que nunca llega. Me obsesiona la
incertidumbre de tu ausencia y me asusta pensar que fui yo el motivo de tu
destierro.
No te juzgo,
sólo tú sabrás por qué decidiste hacer de mi un ser inerte, insensible, que
sólo sabe esperar, esperar a que me estreches en tus brazos, a sentir tu
aliento en mi corazón olvidado.
Tan sólo
quiero que vuelvas..., que desees volver.
En este escrito, lo epistolar se ha convertido en un monólogo, puesto que el destinatario nunca leerá esta carta, pues quien escribe parece tenerlo claro y así lo deja entrever en sus reflexiones, a pesar del título. Que se titule Volver entonces, refuerza la sensación de desesperanza porque uno intuye que ese regreso no se consumará. Poderoso uso del lenguaje, como es habitual en ti, Roberto.
ResponderEliminarQue desees volver.
ResponderEliminarMagnífico punto y final a un relato lleno de sensibilidad (y nada de sensiblería), que toca en lo más profundo, acertado, muy bien escrito.