Acababa de
cumplir los dieciocho y nuevos horizontes se perfilaban ante él, estimulando su
imaginación y llevándolo a recrear, en su prolífica mente, excitantes aventuras
aún desconocidas, pero no por eso menos inquietantes. Legalmente entraba a
formar parte de eso que llamamos ser adulto pues, con la mayoría de edad, era
dueño y señor de su vida, pero también responsable absoluto de sus actos y de
las consecuencias que de ellos se derivan.
Luis estaba
pletórico, deslumbrado, seguro de sí mismo, pero al tiempo sentía vértigo ante
este nuevo presente que le abría una puerta hacia lo desconocido.
Dejaba atrás
esa adolescencia atrabancada, tediosa, donde parecía que el universo jugaba en
su contra. Incomprendido, su entorno más inmediato lo dejó por imposible.
Infravalorado, se sentía un bicho raro.
Se creía mayor
–o eso pensaba él- ; ya no le interesaban las mismas cosas que antes le atraían
profundamente.
Había llegado
su puesta de largo en la vida y comenzaba un nuevo camino donde todos los
sueños están por realizar.
Anhelaba
conocer mundo, saltar del nido para iniciar su primer vuelo: y así lo hizo. De
pronto, sin saber cómo, se vio en la terminal de un aeropuerto esperando un
avión que lo llevaría a Australia desconociendo qué motivos lo impulsaba a
hacerlo, pues estas lejanas tierras siempre le habían atraído de una forma
especial. Se despidió de su familia y de sus mejores amigos, prometiendo que al
cabo de un tiempo volverían a encontrarse.
Aquel antiguo
continente lo acogió con los brazos abiertos, como un viejo árbol que absorbiera
savia nueva. Se sintió reconocido, como si una fuerza ancestral lo conectara a
través de los tiempos y lo agarrase con fuerza para no permitir que volviera a
marcharse.
Pronto se
familiarizó con las costumbres y formas de vida de las antípodas. Allí le
sorprendió la madurez; encontró su álter ego y su corazón echó raíces.
En la
trastienda de sus recuerdos quedó ese chico que partió un día de su país, de su
casa, para iniciar el camino hacia un futuro incierto. Aquello le resultaba
extrañamente ajeno, pues no se identificaba con aquel pasado que ya no le
pertenecía; él ya era otro. Había recorrido un largo trecho para ver realizados
sus sueños, para encontrarse consigo mismo, para ser feliz.
Dos viajes iniciáticos; uno que conduce hacia la madurez, otro que lleva a nuestro protagonista a una nueva vida en otro país, figurado y literal, respectivamente. Y en medio de los dos, se me antoja ver uno mayor, ese viaje primigenio hacia uno mismo que da comienzo cuando se empieza a ser responsable de nuestro propio destino.
ResponderEliminarRoberto , que bonito todo lo que escribes, felicidades. Alicia
ResponderEliminarLos cambios deben producirse en el interior y en el exterior. Si el interior no madura, ni un viaje a las antípodas puede conseguir dar el salto.
ResponderEliminarEnhorabuena, Roberto.