Esa tarde, miraba desde la ventana y, frente a mí, la inmensa
extensión del mar, a la izquierda terminaba la cordillera verde, donde asomaban
unas casitas que daban un colorido agradable a la vista. Estaba esperando que el sol se ocultara en el
horizonte; un maravilloso espectáculo, distinto cada día, con unos coloridos
amarillentos o rojizos, dignos de la paleta de un pintor. La gran bola de fuego fue cayendo, poco a
poco, hasta que se ocultó, dejando un resplandor que se iba extinguiendo a
medida que llegaba la noche. Esto
ocurría y seguirá ocurriendo todos los días, ¿no es maravilloso?
Llegada la noche, en medio de la oscuridad del mar, se podían
ver pequeñas luces parpadeando sobre las aguas.
No era ningún misterio, eran los pescadores de un puerto cercano que
venían con sus lanchas a pescar en alta mar, para al día siguiente, la Manuela
y la Negra pasearan por las calles del pueblo con sus cestas sobre la cabeza,
pregonando y vendiendo su mercancía: ¡pescado fresquito, señora!
Cuando había luna llena y su luz se reflejaba sobre el
horizonte, formando un hermoso camino, mis hermanos y yo nos quedábamos en
silencio, mirando tanta belleza. La
naturaleza siempre nos ofrece estos regalos que dan motivos para meditar.
Cuando de las nubes caían grandes tormentas con truenos y
relámpagos, también me gustaba, pues a esa edad no sentía miedo alguno. Una noche, vi como caía un rayo, allá a lo lejos,
sobre una hermosa palmera. Espectacular
sí, pero no me gustó tanto. Al día
siguiente, el amanecer se presentaba tranquilo y fresco. Yo me levantaba de la cama, me vestía y,
abrigada, cogía los libros y, como hacía a diario, me iba al colegio muy
contenta.
Desde la ventana de los recuerdos, asomada al horizonte del pasado. Bellas memorias, de cuyos colores nos hemos contagiado.
ResponderEliminarCarmiña, me encantó tu narración , felicidades. Alicia.
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