Una tarde fría del mes de agosto, Carla entró en mi
vida. Nunca olvidaré su carita de niña
buena, aunque no me engañó, a ella le hice creer que sí.
Desde mi nacimiento, siempre viví en aquel maravilloso
barrio lleno de algas, caballitos, estrellas. Mi familia, los Mero, pertenecía
a la élite de aquellos fondos marinos. Vivíamos en la parte alta de la ciudad,
en un caserón rodeado de corales de todos los colores. Nuestro jardín es, de
los de la zona, el más visitado por humanos y por todas las demás familias: los
Abadejo, los Salmonete, los Cherne…..Todos nos respetan y admiran por lo bien
que sabemos ignorar a los humanos. Conocemos todos los rincones y escondrijos
de nuestra ciudad, por cuya razón mi familia se conserva intacta.
¿Qué por qué lo de la élite? Muy sencillo, así se lo
expliqué a Carla y ella lo entendió:
Nuestro cuerpo es de los más perseguidos, por
desgracia para nosotros. Es una pena que algún día dejemos de existir. Sé que
somos necesarios para la supervivencia de los humanos y también de la de
nuestra propia raza, pero de alguna manera, tenía que hacerle entender a Carla
que me dejara en mi hábitat, y que se fuera tranquila, que cada vez que
quisiera verme, sólo tenía que darme un silbidito por las rocas, donde nos
vimos la última vez y saldría con mis mejores galas a recibirla.
Y así fue. Un buen día escuché su silbido. Salí a la
superficie y me sorprendió que no viniera sola. Su barco estaba lleno de gente
curiosa y deseosa de vernos, a mí y a mi familia. Me sugirió, me pidió que por qué no traía a
toda mi familia.
Enseguida intuí para qué nos querían a todos
allí. Le comenté a Carla que iba a
buscarlos. No volví a ver más su carita de niña buena, porque efectivamente no
me engañó. Querían nuestra sabrosa carne, algo que no le recrimino, porque
realmente: “De la mar el mero y de la tierra el carnero”.
El ciclo de la vida es quien ordena, también lo hizo con Carla, pese a su carita de niña buena. Tan real como fuera del cuento.
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