Cansado de la vida arrastrada, caminaba
sin rumbo por las calles hasta que un olor insinuante a jazmín me llevó hasta
el maravilloso jardín donde una diminuta anciana cortaba flores. Vestía un delantal a cuadros en tonos verdes que hacía
juego con mi piel, así que pasé desapercibido cuando me colé en su bolsillo. No
me moví para no asustarla. Fue entonces cuando unas suaves y tranquilizadoras
manos me cogieron con firmeza, me sostuvo y apoyó mi cabeza en su pecho. Me recordó
a mi madre. Luego, me depositó en un dedal, con mucho cuidado y me arropó con un retal de
color verde también. Pensé que me quería camuflar. Aunque no sabía de quién
hasta que le vi. Sus ojos saltones me miraban, sacaba la lengua relamiéndose. Se
me puso la piel de gallina y me acurruqué lo más que pude en la cama
improvisada que me habían asignado esperando en cualquier momento el zarpazo.
Pero no oí nada. Silencio hasta que me quedé dormido. No sé cuánto tiempo había
pasado hasta que desperté. Me dolía el cuello y tenía los ojos enrojecidos.
Recordé que tenía al enemigo esperando fuera. Repté hasta el borde del dedal y
me asomé: allí estaba. Ay madre, que
cerca estoy del cielo!. Mis ojos se encontraron con los suyos y respiré cuando
vi su mirada apasionada y romántica. Creo que se había enamorado de mí.
Es que es muy fácil enamorarse de este ingenuo lagarto, que despierta tantas ternuras y tantas sonrisas, como las que se avivaron en mí mientras leía.
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