Llegamos de madrugada. Las sombras, únicos testigos de nuestro
regreso, nos observan, como alcahuetes, para gritarle nuestra llegada al
amanecer.
El caserón, en lo alto del pueblo,
aparece vigilante, como encantado, cual viejo socarrón que, sentado en su
colina, espera la vuelta de su estirpe.
Varias generaciones han sido amamantadas bajo sus recios techos, entre
sus acogedores rincones, protegidas por firmes paredes cómplices de secretos
inconfesables. La mansión se despereza
haciendo crujir sus anquilosadas vigas, para arroparnos en la fría noche con el
calor de la omnipresente chimenea que nos arrulla con el crepitar de sus
llamas. Los muebles, durmientes, abren
ahora sus puertas y cajones para mostrarnos lo que durante años han guardado
con celo; antiguas vajillas, protagonistas de importantes acontecimientos
familiares, vuelven a alimentarnos.
Cartas sepias, escondidas en gavetas, nos hablan de otros tiempos
contando, tal vez, historias de amor no correspondido y ardientes pasiones en
la clandestinidad.
La vieja casa nos abre sus puertas como
fuertes brazos que nos atraen hacia su interior: vientre caldeado que nos
guarece para protegernos como mater
amatísima de los peligros de
extramuros. Ella es nuestro verdadero
hogar…la creíamos muerta cuando, solamente dormía…
*Título tomado prestado de versos de José Hierro
Relato profuso en símiles y metáforas de gran fuerza descriptiva; tal vez porque ante un título tan lleno de poesía como este verso tomado prestado al poeta José Hierro (los objetos que duermen), difícil era sustraerse a su influjo.
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