El teléfono comenzó a sonar de madrugada.
Seis veces sonó hasta que acerté a descolgarlo. Sin tener los ojos abiertos del
todo, miré el despertador. Marcaba las 3.
Con las pulsaciones revolucionadas y voz temblorosa oí mi propia voz:
¿sí, dígame? Diez segundos que se me
hicieron eternos tardó mi interlocutor en contestar. Soy tu amigo, ¿por qué has
contado nuestro secreto?. A continuación silencio. Esa voz me era conocida. Era
Carlos. Mi mejor y único amigo del barrio.
Pero no podía ser, Carlos había
fallecido en aquel fatídico accidente de avión hacía ya 10 años. Un billete que
compró inesperadamente porque quería desaparecer por un tiempo. No sabía que
ese tiempo iba a ser sin retorno.
Perplejo y ya más despierto, no
sabía qué pensar: ¿había sido real? ¿lo había soñado?. Sentí temor pero
impaciencia por si el teléfono volvía a sonar.
Así permanecí hasta que me dormí.
Cuando desperté, miré el reloj y las
agujas seguían marcando las 3.
Pensé en Carlos y en nuestro
secreto. El sentimiento de culpa empezó a hacer mella en mí y sabía que me iba
a durar mucho tiempo.
Aunque desconozcamos la índole del secreto, no importa, porque el relato de la llamada a horas intempestivas de un amigo ya fallecido, tiene suficiente fuerza como para mantenerse por sí solo. El que lo dejes abierto le imprime más peso al secreto, aunque no sepamos detalles sobre él. Buen trabajo.
ResponderEliminar