Caía la tarde
cuando Raquel desempolvaba aquella vieja maleta, único cordón umbilical que la
unía a su pasado, a sus padres.
Era muy pequeña cuando la llevaron a casa de sus tíos, que la recibieron como una pesada carga impuesta por la ley. Ninguneada y sometida por aquella consanguinidad envenenada, tuvo una infancia triste, siempre sola, sin amigos. Hoy, por fin, se liberaría de aquella herencia que le dejaron sus progenitores. A partir de ahora se haría cargo de su vida, tendría que tomar decisiones, equivocándose unas veces y acertando otras pero, eso sí, sería dueña de su destino.
Solo se
llevaba lo imprescindible, quería ir ligera de equipaje. Dejaba en aquel hogar
una pesada mochila cargada de amargos recuerdos. Sin hacer apenas ruido, salió
de su habitación y se dirigió hacia la entrada. Desde allí pudo ver por última
vez a sus tíos que se encontraban en el salón, ahora se le antojaban dos pobres
ancianos sin nada que contarse. Sintió una mezcla de rabia y compasión;
sentimientos encontrados que habían marcado su desdichada vida. Pero no les
guardaba rencor, al fin y al cabo, la
llegada de aquel pequeño ser, desbarató la tranquila existencia de la peculiar pareja rompiendo en mil
pedazos su plan vital en el que nunca tuvieron cabida los niños...
Raquel avanzó
hacia el umbral de la puerta y echó un último vistazo a los que habían sido los
dominios de su mundo de nunca jamás. Ahora se enfrentaría a la realidad y
estaba preparada para al fin, vivir...
Las calles,
iluminadas con guirnaldas, le daban la bienvenida en su trepidante aventura. La ciudad bullía a su
alrededor; a través de las ventanas, se escuchaban risas y se entonaban
entrañables villancicos.
Era 25 de diciembre. Había
comenzado su nueva vida; era Navidad
¡Genial Roberto! Felicidades!
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