Amanecía el día de mi séptimo cumpleaños. Desperté, no sabía dónde me hallaba; todo a
mi alrededor era desconocido…, extraño.
El rostro que apareció ante mis ojos, también lo era. Al cabo de un instante, mi mente logró
recordar: estaba en mi nuevo hogar, en ese país que, a partir de aquel día,
sería mío y el rostro que me sonreía era el de mi madre.
Desde aquel momento, emprendí el reto de asimilar ese enorme
cambio, mas para la mente de una niña de tan corta edad, esto fue tarea harto
difícil; en tan solo unos días, me habían arrebatado todo aquello que me era
querido: el amor de mis abuelos, los juegos y la compañía de mis amigos, el
olor de mi ciudad querida y eso tardaría mucho en curarse, ¿o quizás no se
curaría nunca?. Únicamente el tiempo me daría
la respuesta.
Viajar en el tiempo para, persiguiendo nuestras huellas, comprender qué decisiones, propias o ajenas, han construido poco a poco lo que somos, qué dejamos atrás, qué ganamos y perdimos en el viaje de vivir. Me ha emocionado leer este pequeño fragmento de tus memorias, Carmen.
ResponderEliminar