Su aspecto desaliñado y
taciturno, pelos largos y descuidados con una diadema de tela que le cubría la
frente, ropa ajada y calzado sucio, me llevó a pensar que era alguien sin
disciplina, sin educación, alguien con el que nadie querría compartir asiento. Su mirada perdida sin fijarse en nada,
también me hizo cavilar sobre, ¿qué estaría pensando?. Parece tranquilo.
A excepción del resto de
pasajeros que casi todos van pendientes del móvil, la Tablet, un libro, un
compañero de asiento parlanchín o simplemente, mirando con curiosidad a través
del cristal. Con su mochila colgando de un hombro, parecía que ni siquiera
tuviera previsto punto de llegada.
Todas mis premisas se
fueron al traste cuando, en una parada, se levantó una anciana con un bastón y
se acercó a ella para ayudarla a bajar y con una voz muy pausada y educada, le
sugirió al conductor que esperara, porque creo pensó que a la señora no le daba
tiempo de bajar de la guagua. Le cogió las bolsas y la agarró con mucha
suavidad y textualmente le dijo: “no se preocupe, abuela, yo la ayudo”.
Volvió a su sitio y a su
postura, una vez que dejó a “la abuela” y no sé por qué presentí que a más de
uno le pasó lo que a mí, que se sorprendió de su actitud.
Por lo que una vez más
comprendí que “no es oro todo lo que reluce”.
Tu relato nos habla de que prejuzgar no es conveniente, porque efectivamente las apariencias engañan casi siempre y el hábito no hace al monje: detrás de una ropa ajada y sucia puede esconderse un alma generosa, como detrás de un señor de traje y corbata puede haber un ladrón de guante blanco, o no. No necesariamente. Buena caza la de tu personaje, Lali.
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