Amanece un día gris, lluvioso, de los que encogen el alma y
en los que las penas caen como pesadas losas sobre el corazón.
María está triste; destilan melancolía sus ojos, sus gestos.
No habla. Ausente, tras la puerta acristalada, llora en silencio. Lo sabemos,
lo percibimos. Compartimos su pena inconsolable aunque ella lo ignora.
Llegamos hace ya tiempo, muy muy pequeños, y desde entonces
no conocemos otro hogar que éste: nuestro pequeño universo de caricias, ternura
y juegos. Somos Lucas y Joël; así nos llama a pesar de ser felinos. Y aunque
alguien diría :”¡Bah! ¡Simples mascotas….!, nuestro enérgico maullido lo niega:
éramos algo más. Formábamos parte de sus vidas. Ellos nos adoraban. Éramos el centro de su atención hasta que una
tarde algo ocurrió. Cambiaron nuestros destinos: el nuestro y el de ella.
Él decidió marcharse un día como éste: frío, desapacible, de
aguacero. Ella permaneció inmóvil quedando sola, muy sola; abandonada a su
suerte como una muñeca rota.
María llora. En días
como éste, aprieta los dientes para no gritar…, y llora. Nosotros la
observamos. Quisiéramos decirle que no sufra, que cuidaremos de ella, que
ronronearemos hasta que caiga dormida, que pronto todo pasará, que la
comprendemos. Pero no halla consuelo.
María ha dejado de llamarnos. Quizás porque somos los únicos
testigos mudos de su tragedia, porque somos parte de una realidad que le hace
daño, mucho daño, o porque una parte de nosotros también se fue con él.
Nos asfixia
esta congoja. Nos sentimos desamparados, huérfanos. Ya nada será igual. Y ella
nos mira. Mientras, afuera hace frío; y ahogando nuestros maullidos, la lluvia
nos empapa detrás del cristal.
Tus gatos logran una empatía total con la tristeza de la protagonista. La conocemos a través de sus ojos, y como ellos, el lector conecta con el dolor de María, reflejado en el de sus gatos, en una suerte de juego de espejos. Excelente, Roberto.
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