Cuando era una niña, quizá de nueve años, todos los domingos
mamá nos daba a los hermanos y a mí unas pesetillas para comprar
caramelos. Nada más entrar en el teatro,
íbamos a comprarlos a la cantina. Mis
hermanos varones, y más golosos, sabían que a mí aún me quedaban parte de ellos
y, en el descanso de la película, venían corriendo a pedírmelos.
Ya era una señorita y después de estar en el cumpleaños de
una amiga, todas contentas nos fuimos al teatro y, ni cortas ni perezosas,
subimos al escenario y nos pusimos a bailar y a hacer tonterías. Tengo que decir que no nos llamaron la
atención hasta que se acercaba la hora de la función de la noche. Debo aclarar que esto lo pudimos hacer porque
mi padre tenía arrendado el teatro en ese entonces.
Estando ya viviendo en La Laguna, mi prometido y yo nos
fuimos al cine a ver la película Candilejas en la que trabajaba Charles
Chaplin. El argumento era triste. Esa fue la primera vez que me pasó su pañuelo
para enjugar mis lágrimas, cosa que seguiría haciendo estando ya casados; no
entendía tanto lloriqueo, pero es que soy así.
Se trataba de un viejo payaso y una bailarina que danzaba sin
cesar. El triste clown con su cara
pintada nos hacía reír a todos, pero su triste corazón sufría hasta que, al
fin, murió. Aquella dulce melodía de
Candilejas, perduraría en el tiempo como recuerdo del amor por la bailarina.
A los pocos días, mi prometido me trajo la partitura de
Candilejas y es por eso que recuerdo su melodía, con mucho cariño.
Como si de la dulce melodía de Candilejas se tratará, nos vas desgranando tus recuerdos asociados al mundo del cine. Dulce y encantador relato.
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