¡Qué huella
tan profunda me dejó ese amor juvenil! ¡Cuántas veces nos tendimos sobre el
césped para mirar el firmamento! ¡Cuántos besos y tiernas caricias
inocentes! Él me tomaba de la mano y yo
me sentía en el séptimo cielo.
Al crecer y
asumir responsabilidades, mi amado tomó el primer trabajo con mucha
ilusión. Lo mandaron a inspeccionar
plantaciones de café y cacao.
Lamentablemente era novato y perdió el control de la avioneta. Se estrelló.
Sufrí tanto hasta que lo
encontraron abrasado en un amasijo de hierros retorcidos. ¡Qué desesperación, Señor! ¿Cómo decirle a mi
corazón que todo había acabado, que las ilusiones se habían ido para dejarme en
un estado de total indefensión? No pude
evitar llorar lágrimas de sangre. Sentí
una dulce cascada que se deslizaba por mis mejillas. Los sollozos me aturdían, me ahogaban…, pero
el tiempo ha pasado.
Ahora me
consuela el recuerdo y tal vez leer otra vez el poema de William Wordsworth,
que dice:
Aunque mis ojos ya no puedan
ver
se puro destello
que en mi juventud me
deslumbraba,
…aunque ya no pueda devolver
la hora del esplendor en la
hierba,
de la gloria en las flores,
no hay que afligirse…
porque la belleza subsiste en el
recuerdo
Tres imágenes y un título impuesto nos han traído de vuelta una historia de amor y su dulce recuerdo. Me ha encantado y he disfrutado mucho la referencia a la Oda a la Inmortalidad de William Wordsworth, que a su vez me ha regalado el recuerdo de una hermosa película, Esplendor en la hierba. Fructífera lectura la de tu relato, sin duda.
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