Así se llamaba en mis tiempos mozos
porque la palabra Carnaval estaba prohibida.
En casa había un taller de costura;
mi tía era modista. Gitanas, payasos,
damas antiguas, rumberas con sus lentejuelas, pedrerías, volantes y plumas,
convivían con nosotros durante muchos meses.
Tampoco faltaban las torrijas para amenizar las horas diurnas y
nocturnas. Nos dormíamos y nos despertábamos con el ruido de las máquinas de
coser.
Si el disfraz era recatado, podías
participar de la fiesta y todo el que se disfrazaba llevaba su máscara o
antifaz. Hoy en día es raro ver una mascarita.
A mi hermano le gustaba rizar el rizo con los
disfraces. En una ocasión, se disfrazó
de oso y en la azotea de casa con cola hecha con papas, pelos recogidos en las
peluquerías durante todo el año y sacos de papas, se hizo un disfraz que
impresionó. Otra vez, mi padre tuvo que
ir a buscarlo a Comisaría porque la policía no lo dejó pasar del puente
Serrador. Iba disfrazado de cazador de
una tribu lejana, llevaba todo el cuerpo pintado con betún negro y todo su
atuendo consistía en un taparrabos, unos collares y una lanza; todo construido
por él e, incluso, se había dejado crecer las melenas. Su delito: escándalo público. ¡Hay que ver qué diferencia con lo que ocurre
en nuestros carnavales actuales!
Una vez que todo se acepta y ya casi nada se prohíbe, nada queda de
aquellas Fiestas de Invierno de antaño.
Me encantan las historias de ayer; viajar en el tiempo para descubrir de dónde venimos y cuánto hemos cambiado: me gusta pensar que la mayor parte de las veces para mejorar. Yo, particularmente, si he de elegir entre el exceso o la privación de libertad, siempre me decantaré por el albedrío. Gracias por traer historia y reflexión a este blog, Lali.
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