En una mañana como tantas otras, un
cliente entra en mí pastelería. Presto, se dirige a mí y, sin demasiados
preámbulos, me solicita un encargo; uno que, por sus especificaciones, sabía
resultaría muy especial. Acepté, mas,
sentía intranquilidad por su elaboración.
Él acudía cada día a desayunar,
momento que aprovechaba para preguntarme por la evolución de su tan apreciado
encargo. Con toda amabilidad, y sin dejar de hacerle la pelota, le respondía
que todo marchaba estupendamente.
Así continué, haciéndole la pelota durante toda la semana, hasta el momento de
la entrega. Ya le cobraría bien por tanta desazón –razonaba–.
Llegó el día acordado; el cliente se
presentó puntual. Con sumo cuidado, saqué del refrigerador aquella enorme tarta
que había estado preparando durante tantos días, y la puse ante él.
Al ver la expresión de su rostro, me
llené de satisfacción y, por qué no decirlo, de vanidad. Sus ojos como platos y
su boca abierta de asombro, me confirmaron un trabajo bien hecho.
–Es la pelota de baseball más grande
que he visto nunca. ¡¡Es una tarta fantástica!! –exclamó entusiasmado.
¡Fantástico! Este relato nos hace creer en el sentido figurado de la expresión durante todo su trayecto hasta que, al final, descubrimos que hablaba en estricto sentido literal; justo lo que se pedía en la tarea semanal. Muy bien llevado, de modo que en ningún momento el lector sospecha lo contrario.
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