Como todos los lunes, y sólo los lunes, a las ocho y
media de la mañana, desde hacía más de tres meses, la veía entrar en la guagua
con su pequeña maleta de color negro; el mismo color de su vestimenta y su
cabello, y sus ojos, despeñados, se dirigían al vacío.
Como siempre, tomaba asiento en el primer lugar que
encontraba libre, rehuyendo de la mirada de la gente. Su presencia me resultaba tan enigmática, que
quería saber más de ella. Había decidido
seguirla cuando se bajara en su parada, aunque eso me costara llegar tarde al
trabajo.
La seguí durante media hora y ya estaba a punto de
desistir, cuando se paró delante de aquel edificio frío, de planta cuadrada,
con una torre y rodeado de jardines en los que destacaba sus centenarios
cipreses. Estuvo frente a él, impasible
e inmóvil, durante unos minutos, hasta que se dirigió a la monumental puerta en
forma de arco. Antes de traspasarla, se
giró y sus ojos se encontraron con los míos.
Esa mirada no era la mirada perdida que estaba acostumbrada a ver en ella, aquella
era una mirada que hablaba y me decía: “Ya sabes algo más de mí”.
El edificio tenia nombre: unas grandes letras que decían:
CÁRCEL DE MUJERES.
Este micro es estupendo. La forma en que abordas esta historia de guaguas, es muy efectiva. Incluyes esa pizca de lenguaje poético (“sus ojos, despeñados, se dirigían al vacío”) que enriquece el relato, añadiéndole atmósfera e intensidad a la narración. Que el título también cuente, es todo un acierto. El lector intuye un final sorpresivo, pero no saber cuál es hasta la línea final, es un valor añadido. Bravo, Ana.
ResponderEliminarTe felicito Ana. Este relato me encanto es realmente bueno, un beso.
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