Patricia y Rodrigo estaban solos en la habitación; se
habían asegurado de que nadie les viera juntos.
Ella le dice a Rodrigo que se siente mareada, con la sensación de que se
va a caer. Patricia pensaba que debía ser
el efectos de las pastillas.
Rodrigo, amorosamente, le recuerda que ha estado muy
enferma y que necesita comer bien y descansar para reponer fuerzas. Ella, angustiada, le confiesa que no puede
hacerlo sola y le ruega que no la deje sola todavía, que ella necesita su
apoyo, su presencia. Pero Rodrigo sabe
que allí corre peligro, que irán a buscarlo si no se va.
Patricia se dirige a toda prisa hacia la puerta para no
dejarlo marchar y le grita que no dejará que entren, que ella será su escudo y
le pide, repetidamente, que la deje serlo.
Rodrigo siente la necesidad de estrecharla entre sus
brazos, de besarla, de quererla, de cuidarla, pero sabe que debe
marcharse. Le mira a los ojos
intensamente, y con un tono cargado de melancolía, le advierte que ella sabe muy bien cual sería el final de la
historia, si él hace lo que ella le pide.
Y, claro que ella lo sabía. Rodrigo tenía razón.
No le dio tiempo de salir de la habitación. Los hombres de blanco entraron, esta vez con
unas amarras. Ya era la décima vez que
escapaba de su celda –como él solía llamarla- del hospital psiquiátrico para
colarse en la habitación de Patricia.
¡Hay locuras tan cuerdas!, como la de Rodrigo. Y tanta locura suelta, disfrazada en aparente cordura, como la de Patricia. A veces la locura y la cordura se encuentran, porque se necesitan. A mi tu relato me habla de eso. Me ha gustado mucho tu relato, Ana.
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