Está situada en el campo.
Es mucho más callado que la ciudad, en medio de la naturaleza virgen,
donde el canto de las aves que cruzan volando, es una delicia por la mañana al
despertar, mucho mejor que escuchar el timbre del despertador, desde luego.
Las vistas, a través de las ventanas, pueden resultar
carentes de interés para algunos. No hay
olas que embistan playas rocosas, ni montañas cubiertas de nieve, pero el
entorno es arbolado y el inconfundible olor de las gardenias llega a mi nariz
casi al mismo tiempo que su color, a mis ojos.
Si por las noches sales afuera, cuando la luna tiene ese
brillo tan intenso, puedes ver como se ilumina la casa hasta el último rincón
del jardín.
No, no se puede echar de menos, si no se conoce un
amanecer veraniego en el campo, ni si no se ha disfrutado de esos maravillosos
momentos de quietud. Ni tampoco aquel
que nunca ha esperado que se abra la puerta de la casa para que entre alguien
que se sabe que vendrá con seguridad, porque esa es su casa, su refugio y
porque sabe que alguien espera su regreso.
Alguna vez esa casa soñada tuvo llaves aunque nunca se
han necesitado porque puedo entrar en ella cuantas veces quiera, solo tengo que
buscar en mis recuerdos.
Bello, impregnado de dulce añoranza y de poesía. Me ha encantado, Águeda.
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