Manuel siempre vivió
en una isla menor, trabajando sin tregua el campo. Ahorrar y ahorrar de lo
poquito que le llegara a sus manos era
su cometido, él decía que ahorraba para ponerle una piedra nueva a su molino,
así llevaba dos años, como hormiguita guardando, ahorraba hasta de comer.
Manuel era tan pobre que ni dientes tenía con que hacerlo, para eso eran sus
ahorros, para ponerse unos dientes, que él llamaba su piedra nueva, porque una
vez leyó en un libro que una boca sin dientes era como un molino sin piedra, y
le gustó tanto la frase que la hizo suya, él decía que a su molino le faltaba
la piedra, y en busca de ella viajó a Tenerife, con su dinerito amarado en un
pañuelo con varios nudos para no perderlo, un saquito de papas para la familia,
junto a un montón de ilusiones por haberlo logrado.
Ya de regreso a casa
con su sonrisa puesta, admirando el paisaje en la barandilla del barco, le
llegó un mareo sin previo aviso, seguido de un vómito, que arrasó con la
sonrisa y las ilusiones de Manuel, llevándolas al fondo del mar, y dejando su
molino sin piedra nuevamente.
Este Manuel despertó en mí mucha ternura al principio, que luego se mezcló con un cierto desconsuelo al conocer el final. Mover sentimientos, jugando con tonos agridulces, es cosa de buenos narradores
ResponderEliminarConmovedor y emotivo relato, Pilar.
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