La primera grieta se abrió en mí hace ya algunos años. Esta grieta tiene
nombre propio aunque prefiero no nombrarlo; el anonimato siempre le ha ido
bien.
La segunda la abrí yo hace seis
años, el día en que decidí dejar a mi familia, a mis amigos, mi casa e irme
afuera; necesitaba descubrir nuevos mundos, vivir aventuras, salir de la rutina
en la que estaba inmersa. No me
arrepiento de haberlo hecho porque gracias a ello, he experimentado y he vivido
cosas que hubiera sido imposible vivir de haberme quedado.
He pasado momentos difíciles y
duros que he superado con pura fuerza bruta, pero cierto es que lo peor ha sido
enfrentar la soledad; esa es una grieta bastante difícil de cerrar aunque
intente taparla, al cabo del tiempo vuelve a abrirse.
¿Grietas?. A veces me siento como una montaña impetuosa
y grande, con una visión esplendida de todo lo que se alza ante mí; una montaña
que parece indestructible. Pero luego,
un día llueve mucho y el peso de las gotas caen sobre la falda y ahí, justo en
ese momento, nuevas grietas se abren dejando al descubierto la piel a sangre
viva, pidiendo una cura que nadie, excepto yo, puede darme.
Ahora, en este presente en el que
vivo, hay una grieta grande, muy grande.
Llevo meses tratando de cerrarla, pero aquí sigue y cada día toma más
relevancia. Y si por unos días me alejo
sin ocuparme de ella, viene y me saluda para que no la olvide. Y no lo hago, créanme. Es que antes de ser grieta era fuego, un
fuego que me daba vida. Pero, por ahora,
seguirá siendo una grieta que se alimenta del recuerdo y que espero, pronto, se
convierta en olvido, para que se cierre por siempre, para poder pasar página, y
que con el paso del tiempo, otra grieta nueva ocupe su lugar.
El dolor que causan estas grietas queda patente en estas páginas del diario de una mujer. Me quedo con la imagen de esa montaña impetuosa y gigante que es capaz de lo que se proponga. Esas grietas no tienen nada qué hacer frente a ella y su propio poder.
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