Allí estaba, en el desván; entre trastos
viejos y olvidados, la silla de mi abuelo. La silla dónde cada tarde veraniega,
en el balcón, observaba con detenimiento el transcurrir, unas veces lento y
otras veces acelerado, del tiempo, dónde su respirar se hacía más pausado,
dónde el sol acariciaba su rostro embellecido de arrugas, y dónde me contaba
historias rocambolescas, que mi inocente imaginación se encargaba de darle
realidad en mis pensamientos.
En esas tardes, después de cumplir con
desgana mis clases de natación, me apresuraba a colocarme a su lado; ansiaba
sentir su voz, su mirada, sus guiños, sus caricias en mi espalda, incluso su
tos crónica y sus quejas propiciadas por unas rodillas doloridas que la
ocupación laboral maltrató.
Hasta que un quemar intenso y despiadado lo
devoró; descabalgándole de esa silla y arrastrándole a otra ubicada más allá
del horizonte, de dónde jamás se levantaría.
A pesar de los años, cada verano respiro
su presencia sentada en su silla en el balcón.
Me encanta este relato, preñado de poesía y sin embargo, poderoso narrativamente hablando. Bueno en su contenido y en su continente, por un uso efectivo del lenguaje.
ResponderEliminar