Mi pelo…, ¡qué
gracia!; nunca pasó de folículo piloso. Siempre brilló por su ausencia. Ni
siquiera en mi juventud más impúber tuve una cabellera hermosa y abundante; más
bien era rala y fatigosa.
Recuerdo que me rapaban al cero para
que brotara con más fuerza. Aquel acto, que se repetía maquinalmente cada tres
meses como si de un diabólico ritual se tratara, significaba para mí una
auténtica humillación, la víctima perfecta para burlas de pasillo. Por unos
días, imaginaba que me brotaría un prodigio de melena sedosa y salvaje que,
como las de los indios apaches, coqueteaba libre con el viento. Pero…, pronto
reaparecerían aquellos estúpidos y pretenciosos cuatro pelos; un quiero y no
puedo; una fregona con delirios de grandeza que me devolvía, una vez más, a la
dolorosa realidad de un adolescente imberbe.
Ya hace años que, por suerte, me
despedí de ella. Créanme que no la echo de menos. Hoy en día, disfruto de mi
orfandad capilar y paseo mi digna alopecia por todos los foros a los que soy
invitado presumiendo de cabeza brillante y reluciente. Me siento dichoso…
ahora, por fin, puedo decir que soy feliz: ¡Un calvo feliz!.
Un verdadero placer adentrarme en la historia de tu no pelo, por lo que cuentas, por cómo lo cuentas, por el tono, el fondo y la forma. Brillante, Roberto. Una delicia.
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