Todavía en la barriguita de mamá, ya se
sabía que era un bebé con mucho pelo, ella padecía una acidez impresionante.
Cuándo nací, una gran alfombra negra
cubría toda mi cabecita y parte de la nuca. En ese momento empezó mi calvario
capilar. Siguió creciendo sin control, tanto que había que atarlo, domarlo…,
fue el culpable de madrugones, para cepillarlo y aprisionarlo, bien en una
coleta, en dos o en unas trenzas.
Sólo sé que cuando llegaba la noche y
ya podía liberarlo, mi cabeza dejaba de latir, se me erizaba el cuero cabelludo
y el vello de todo el cuerpo y cada uno de los finísimos hilitos que componen
la cabellera, respiraban y saltaban de alegría. Tan grande era la tirantez, que
algunos se partían y caían muertos y felices porque ya no volverían a sentirse
aprisionados nunca más.
Aun así, seguían naciendo, se dejaban
ver tímidos, rizaditos. Lo que más me gustaba de los nuevos, es que no se
dejaban aprisionar.
Por fin un día se liberó, a su aire,
sin que nadie le arrebatara su libertad. Llegó la época de la adolescencia…,
todo él descansaba sobre frente, ojos, mejillas, orejas, nucas, espalda, hombros. Hiciera frío o
calor, ahí estaba, impresionantemente, anárquico y arrebatadoramente loco.
De repente, un buen día, ¡ay!: una cana, no, son dos, ¿cómo dos?, muchas. No
puede ser. Lo de “canas y cuernos no son de vejez”, no me consoló. Todavía no
había superado la treintena y ya estaban ahí, recordándome algo para lo que no
estaba preparada.
Hoy, después de pasar por toda una
paleta de colores, de tamaños…, con la mentalidad y la edad correspondiente a
mi categoría de mujer madura, siento que por primera vez, mi cabello es feliz.
Muy buena la historia de tu pelo. He disfrutado mucho leyéndola. Muy bien llevada.
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