La explosión hizo temblar el suelo
bajo mis pies. En un primer momento no supe lo que sucedía; desorientado,
busqué la causa de aquel fenómeno. Mis peores temores se
hacían realidad cuando, al dirigir la vista hacia el muelle, pude ver el enorme
amasijo de hierros y maderas flotando en el agua.
De inmediato corrí hacia el lugar,
llegando al tiempo que los supervivientes del accidente nadaban hacia la
orilla; sin embargo, una gran cantidad de personas mal heridas permanecían en
las frías aguas.
¡Llamen al 911! Grité a los que,
paralizados por la impresión, miraban desde el muelle sin atinar a moverse.
Entré al agua como pude -sentía que,
como cuchillas, cortaba cada centímetro de mi piel-. Así, uno a uno, fuimos
rescatando a los heridos, -labor que nos dejó extenuados-,
pero que finalmente dio sus frutos, ya que logramos sacarlos a todos
vivos.
Han pasado siete años y, aún hoy, al
recordar aquello, un escalofrío recorre mi espalda. No sólo por lo terrible del
suceso, también por las repercusiones
que pudo haber tenido en mi vida. No sé si llamarlo suerte, o tal vez un
regalo que me hizo el destino; sólo sé
que no tengo explicación por la que, esa
mañana decidiera no abordar aquel barco; el mismo que minutos después de salir
de puerto explotó causando tantos estragos.
¡Aquella decisión impetuosa, salvo mi vida!.
Contado desde la perspectiva que se te impuso, el de la persona que indica con acierto que llamen al 911, me resulta creíble su reacción posterior y con ella todo lo demás.
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