Tenía doce años cuando leí mi
primera novela. Mis lecturas se limitaban, hasta entonces, a los comics que
compraba semanalmente en el kiosko de la esquina y a un solo libro de texto que
compartía en el colegio. Mi inserción en
esta historia y en las que vinieron después, al sentirme protagonista, me
permitió soñar, reír, llorar, viajar, fantasear… y expresar ampliamente y sin
límites, con pintura, cada narración, cada poema, cada reflexión… lo que hasta
ahora era mi pasión; se convirtió en mi frustración. No había sido capaz de
plasmar; en un lienzo lo suficientemente extenso, mis inquietudes. Necesita
espacio para expresar mucho más. Y por eso mis obras se quedaban a medias; como
una novela inacabada. Nunca fue expuesta. No la entenderían. Así que dejé de
pintar.
Una noche paseando por un barrio
pobre, topé con una fábrica abandonada. Entré. Miré alrededor. No había nadie.
Mis ojos buscaron sus paredes diáfanas.
Volví al día siguiente. Yo y mis
pinturas. Di rienda suelta a mi sueño y manché y tizné y describí y narré con
colores fosforescentes sin dejar libre un solo centímetro. Aparecieron unos
indigentes, que supuse tenían la vieja fábrica por hogar. Se acercaron y creo
que les gustó porque me invitaron a una cerveza.
Esa fue mi primera exposición y mi
última pintura.