Pasaba
frente a la terraza de un bar, cuando llegó hasta mí aquel aroma que me hizo
recordar sus manos, su silueta alargada, fina, su rostro imperturbable y su
sonrisa iluminada. Era un olor a tabaco
y humedad. Ella y el cigarrillo,
siempre. En ella, fumar no era un simple
vicio, era una afición que acompañaba a lo más elemental de su existencia. Aquella fragancia me hizo recordar, también,
el día que la conocí. Fue una mañana
primaveral. Se encontraba ella,
cigarrillo en mano, a las puertas de un estanco cercano a su casa. Salía de comprar la prensa, una caja de
tabaco y golosinas. Quedé impregnado de
ella, de su presencia. Sin embargo, las
imágenes que con mayor persistencia invaden mi mente ante la presencia del olor
del tabaco, son otras, mucho más cercanas en el tiempo. Pertenecen a nuestro último encuentro. Llegan a mí como una lluvia con relámpagos. Ella duerme en su habitación. Yo entro con sigilo, me acerco a ella. Poso despacio la palma de mi mano sobre su
boca, mientras, con mis dedos, apretó los orificios de su nariz. Despierta abruptamente y me ve, no me reconoce. ¿Por qué habría de hacerlo?-pienso. Palmotea sobre mi cara, mientras la impregna
con ese perfume, tan suyo, a tabaco y piel.
Luego, sus manos caen sobre las sábanas, sin fuerza, sin vida.
Este relato lleva tu sello. Los relatos de fondo aparentemente trivial que, para sorpresa del lector, se van llenando poco a poco de claroscuros, hasta conducirnos, finalmente, hacia un final sorpresivo; son tu fuerte. Me encantan.
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