Lo
reconocería donde lo oliera. Una
fragancia fresca, un toque ácido, varonil, olor a limpio. Era aquella una fragancia que, al pasar cerca
de algunos hombres, me embelesaba con su aroma en mi temprana juventud. No soy muy dada a los perfumes, siento
rechazo a los olores fuertes de cualquier cosa; me producen alergia. Me repugnan hasta el extremo de causarme
náuseas, pero aquella fragancia sin duda era otra cosa.
Al cabo de cierto tiempo, trabajé en una perfumería. A lo largo del día, se mezclaban tantos
aromas que terminaba por no captar ninguna.
Un día, un cliente me pidió una marca de colonia. No era el último grito en perfumes, más bien
se trataba de una colonia antigua que, según el dueño de la perfumería, le
pedía poca gente. El señor iba camino a su trabajo y abrió el frasco para
ponerse un poco de colonia, él decía que sin ella sentía que le faltaba
algo. Recuerdo que yo le comenté mi
caso; todo el día entre tantos olores con mi problema de intolerancia a los
aromas. Fue en ese instante cuando llegó a mí, aquella antigua fragancia que
tanto me gustaba. Al fin pude ponerle
nombre: Lavanda Sarle.
Al ritmo que los olores y las fragancias marcan, vamos desenredando los hilos de la memoria. Bonita historia, Maruca.
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