Una tarde,
salí a pasear con mi nieta. Fuimos a ver
escaparates, a pasar un rato en el parque y por último, a visitar a una
prima. En todo ese recorrido, mi nieta
no paraba de pedirme cosas para comer; parece que tenía hambre. Yo me paraba en todos los sitios porque
también a mi me pasa lo mismo; basta que vea una cosa que me entre por los ojos
para abrírseme el apetito. Ambas somos
glotonas; ella es una niña y yo lo parezco.
Esa tarde picamos aquí y allá hasta que el monedero quedó vacío.
Después,
cuando llegué a casa me pregunté si no me había excedido. La gula me había tentado y yo había cedido a
la tentación. Mía es la culpa.
Ese pecadillo se te perdona, sin duda, porque ¿habrá algo más bonito que las horas compartidas entre una abuela y su nieta?. Estoy segura de que a ella jamás se le olvidarán esas tarde de complicidad.
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