Ya sabemos que la vida es sueño,
pero, ¿no será también un juego?. No sé.
Lo digo porque en la bruma de mis recuerdos quedó grabado este episodio
y tiene que ver con juegos, unos inocentes; otros no tanto.
Todo comenzó esa mañana, en mi
escuela, yo tenía pocos años y eran tiempos difíciles. Martina, mi compañera de
clases tenía tantas cosas que a mí me
apetecían: una casa grande y luminosa con un hermoso patio, una reluciente
bicicleta azul con rayas amarillas y las postales… eso sí me entusiasmaba, eran
de todos los países visitados por sus parientes y cada vez que me las prestaba
yo soñaba con conocer las ciudades que se habían convertido en mis favoritas.
Te espero a las 4 de la tarde en mi
casa y tendremos bizcocho de limón y
chocolate caliente para merendar, me anunció mi amiga. Vaya tentación, allí
estaré le contesté.
Estábamos enfrascadas viendo las
postales nuevas, instaladas en las escaleras de la entrada del chalet, cuando
de repente oí un ruido procedente de la tapia del jardín, levanté los ojos y ¡oh!
sorpresa, era ese chico guapo del que siempre se nos recomienda alejarnos,
dicen que ni estudia ni trabaja y siempre anda con un cigarrillo entre los
labios. Lo vi muy claramente, tenía los ojos brillantes, luciendo músculo,
moviéndose como un ladrón que conoce bien el camino para llegar a su presa. En
ese momento, percibí un aroma a un exagerado perfume que hasta me produjo
arcadas y a nuestro lado estaba ella, la tía Amparo, la mayor de las hermanas
de su madre. Martina no pareció darse cuenta.
A pesar de la hora, la tía Amparo
lucía una sugerente bata negra semiabierta, enseñando escote, a mí me costó
reconocerla, la verdad. Se acercó al joven y le sonrió con los labios más
pintados que de costumbre y su melena entrecana suelta que la hacía tan
diferente. Él, con actitud posesiva, pasó su brazo por la cintura de la tía
Amparo y los dos muy risueños entraron con un caminar lento y sensual hacia los
aposentos. De pronto, Martina me tiró de la trenza y me gritó: ¡descuidada! ¿y
qué? Pareces alelada, se te ha caído una postal la mejor de todas. Yo le quise
preguntar algo pero ella en ese instante estaba tan seria que no me atreví.
Severamente me apuntó con sus dedos y me preguntó : ¿se te ha olvidado para qué
has venido a mi casa? ¡vamos a jugar!.
Muy bien, Alicia. Lo mejor de esta historia es lo que, acertadamente, no se cuenta. No es necesario hacerlo, porque el lector agradece jugar a inferir, a suponer, a sobreentender…, como en un juego.
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