Les
cuento que no me solían gustar los aguacates, sin embargo, aquella tarde empecé
a verlos de otra manera. Una vecina me regaló dos hermosos ejemplares
procedentes de la isla colombina.
-Recién
cogiditos del árbol, -según me comentó-, todavía están un pelín verdes. En una
semana podrás comértelos.
Sinceramente
ella estaba más ilusionada que yo. Por no desairarla, no le comenté que no me
gustaban, aunque no sabía por qué, jamás los había probado. Según decía mi
abuela “hay que probarlo todo”. Siguiendo sus consejos y por su aspecto
y las referencias tan buenas que tenía de su procedencia, me provocaban y
decidí hincarles el diente y así comprobar que ese sabor a almendra, que
relamiéndose comentaba mi abuela, era cierto.
Todo
un ritual alrededor de aquel ovalado cuerpo de color verde brillante. Partido
por la mitad sobre la tabla de cocina, una de ellas con un hueco y la otra con
una especie de boliche que asomaba. Escogí la del hueco y como había visto a mi
querida abuela, espolvoreé un pelín de sal fina y con una cucharita de postre
comencé a deleitarme el paladar, con todo el placer que pude…y efectivamente
sabía a almendra y no paré hasta que también me comí la otra mitad. No me
sacié, y seguí el mismo procedimiento con el otro, que me esperaba en el
frutero.
Alergia,
empacho, no lo sé. A las tres horas terminé en urgencias y comprobé que hasta
que no se me quitara el sabor a almendras de la boca, jamás volvería a comer
aguacates…ni almendras.
Buena anécdota, muy bien contada, aunque no haya sido una feliz experiencia para su protagonista, si ha sido un gustazo leerla
ResponderEliminarMuy simpático, a veces los alimentos nos juegan malas pasadas. Alicia.
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