Nunca desfallecí en la lucha por mi
libertad. Odiaba cada mañana cuando
entraba Enriete para ayudarme a vestir.
Solía odiar ese corsé en el que me enjaulaban cada día y que simbolizaba
el dominio y la sumisión, no solo en cuanto al género sino que además, marcaba
la diferencia de mi clase social (una futura dama), del de las criadas y el
pueblo llano. Odiaba las buenas formas,
la buena educación…Esa era la mujer de mi juventud: un jarrón chino que
callaba, obedecía y al que se ignoraba sin permitirle pensar por sí misma, como
si de un deficiente mental se tratara.
Un día, mi destino cambió. Esa tarde nos visitó, acompañado por su hijo,
un viejo amigo de mi padre. El joven,
aunque guapo, era de una naturaleza tímida y taciturna. Como dos bichos raros que mutuamente se
reconocen, enseguida nos sentimos atraídos.
Estuvimos hablando de literatura, de pintura y hasta de política, algo
sorprendentemente inusual en aquellos tiempos.
Por primera vez, no sólo veían en mí a una damisela casadera sino que
además se interesaban por la mujer inquieta, con criterio propio, que se
encontraba debajo de aquel ridículo disfraz.
Pronto nos casamos y con este acto me liberé de las ataduras de aquella
mordaza que me atenazaba el cuerpo y ninguneaba mi capacidad intelectual.
Hoy por hoy, mi marido se ha convertido
en mi mejor compañero; él me apoya, me ama y me respeta. Lidero el movimiento sufragista que lucha por
la igualdad de la mujer y por la restitución de su dignidad social. Por cierto, sigo conservando aquel antiguo
corsé que tanto detestaba en mi mocedad; pero sin embargo, ahora me encanta,
pues se ha convertido en la original y singular pantalla de la lámpara que
adorna mi tocador…Sexi, ¿verdad?
Tu relato nos invita a reflexionar sobre cuántos de esos viejos corsés, los figurados que no los literales, sobreviven aún en nuestros días. Me temo que aún demasiados…En cuanto al tono y ritmo narrativos, genial como siempre.
ResponderEliminarTe felicito Roberto, qué bien lo has expresado. Alicia
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