Solía odiar su sabor y hasta su color,
pero algo hizo que aquella tarde empezara a verlo de manera distinta. Les cuento que nunca las había comido; no me
gustaban y hasta el hecho de verlas servidas junto a otra comida, hacía que
rechazara el plato entero. Así fue
durante años, no había forma de que intentara siquiera probarlas.
Aquel día, recibimos una invitación a
almorzar en casa de unos amigos y, al sentarnos a la mesa, ¡allí estaba mi
enemiga!, servida de primer plato. Cómo hacerle el desaire de no probarlas a mi
amiga. Mi marido, que me observaba, me
daba con el pie por debajo de la mesa, indicándome que lo intentara, aunque
fuera un poquito. Me decidí. ¡Ahí va! ¡Al fin las pude tragar! ¡Bingo!. Al final no eran tan malas, había valido el
esfuerzo.
A partir de aquella tarde, intento
comerlas con frecuencia y prepararlas para mi familia, en crema, ensalada,
rellenas. Ahora me río de mí misma al
recordar cuanto tiempo pasé sin probarlas; y de que aún sin hacerlo, dijera que
no me gustaban. Ahora no sólo me gusta
su sabor sino hasta el bonito color de …¡la remolacha!.
Muy bien, Maruca. Me gusta cómo lo has contado y sobre todo el que hayas mantenido la tensión guardando la identidad de las remolachas hasta el final.
ResponderEliminarLas remolachas no le gustan a todo el mundo pero son divinas es verdad. Alicia.
ResponderEliminarLas remolachas no le gustan a todo el mundo pero son divinas es verdad. Alicia.
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