Bahiya estaba nerviosa. Al día
siguiente comenzaría una nueva aventura. Por fin había llegado el momento que
tanto esperaba.
Desde pequeña la han preparado
para afrontar este desafío vital. Pero está asustada. Por primera vez en su
vida, se alejará de su amado pueblo y de su venerado padre Wakusi, Rey de los Okrika.
Sus guerreros la llevarán hasta los confines de la aldea. Allí estará sola.
Sola con la luna, bajo un capazo de
estrellas que, curiosas, le harán
guiños en la oscuridad; a orillas del rio, de su rio, el que la ha
arrullado desde niña con sus manos de agua: sus líquidas manos. En su remanso
se siente tranquila.
Mientras, en el poblado, la
tribu duerme sus sueños; una melodía irrumpe silenciosamente en la quietud de
la noche. Proviene de las profundidades de la selva. Es Bahiya cantándole a los
espíritus del agua. Es la dulce pero amarga despedida para aquellos que la han
protegido desde su niñez. Bahiya canta y
llora..., llora y canta. Pasan las horas, los días, las noches y Bahiya,
extenuada, casi sin fuerzas, continúa con su lamento, su triste melodía, su adiós.
Pronto vendrán a buscarla. Ya
no verán a la princesita que marchó inocente y asustada. Porque el rio, tras
una mágica metamorfosis, les devolverá a una mujer que ha roto el cordón
umbilical que la unía a su pequeño pasado, para renacer en un nuevo presente y
afrontar con orgullo su real destino.
Pero Bahiya, Soberana de los
Okrika, llevará en su corazón la impronta de un rio que la amará para siempre.