Tenía
yo muy pocos años, quizá 16 o 17, cuando me invitaron a una fiesta. Como conocía a los chicos que, se suponía,
asistirían, le dije a mi madre que estaba ilusionada con asistir. Sólo si vas
con tu amiga Rosana te dejaré ir, ella es buena compañera, además a las nueve
me dijiste, bastante tarde, hija.
Así
las cosas, elegí un vestido que me encantó.
Tenía estampadas flores en diferentes tonos de azul que parecían
mariposas volando sobre un fondo de seda blanco y un fabuloso lazo como
cinturón. Y, claro, los zapatos blancos de tacón para conjuntar.
Me
aseguré de que mis medias con costura atrás tuvieran la línea bien centrada y
que mi liguero las mantuviera en su sitio. De lo único que no estaba segura es
de si me había pasado al casi bañarme con el perfume Miss Dior.
Sentía
mi autoestima a tope. Ya el espejo me
había reflejado que estaba guapa y lo supe después porque los chicos me dijeron
cosas muy bellas por la calle. Sus
piropos siempre me alegraban el día, o sea, siempre estaba alegre. Pues bien,
al terminar mis preparativos, toda pizpireta me dispuse a encandilar a cuántos
más, mejor.
A
la llegada, vi a un guapísimo moreno que me miraba con tal intensidad que
trastabillé y por poco me provoco un esguince.
Me sentía en el séptimo cielo. Mi
amiga, que era bastante quisquillosa, quedó cortada al ver que las miraditas no
eran con ella. De repente, me miró con
suma seriedad, impropia de nuestra edad, y soltó esta perla:
–Amiga,
me obligaste a acompañarme a esta fiesta y ahora yo me siento fatal. ¿Pero, no
te has dado cuenta de que pareces un arbolito de Navidad? ¿No sabes que ya los
armadores no se usan? ¡Qué falta de glamour! y además, zapatos blancos en una
fiesta nocturna!! ¡Se usan negros!.
¿A
mí me estaba diciendo aquello? Pero, si yo me sentía la reina, vamos, mejor que
Grace Kelly.
De
pronto, le agarré tremenda rabia al que había iluminado ese salón con tanta
exageración y me pasé toda la noche escondiendo los pies con los benditos
zapatos blancos debajo de la mesa.
El título, engañoso, nos hacía suponer que íbamos a escuchar una historia de tintes más oscuros; por esa razón, ir descubriendo muy poco a poco que el asunto iba por otros derroteros, hizo que el relato tomara su acertada y justa dimensión.
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