Era
muy tarde cuando cruzó la solitaria plaza del pueblo. Apenas había llegado a la
mitad y sorprendentemente de debajo de
un árbol, salió alguien que, hasta que no estuvo a su lado, no percibió que era
yo. Ella no sabía cuáles eran mis intenciones y se sobrecogió.
En
principio, se puso en guardia y se dirigió a mí con la idea fija de que iba a
hacerle daño, porque el medio, la hora, la soledad del momento y mi aspecto, no
le dio duda a pensar que algo malo iba a sucederle. Se sorprendió cuando, al
llegar a su lado, le dije;
-¿Cómo
está Doña Esperanza?.
El
simple hecho de que pareciera conocerla, la tranquilizó. Los rasgos de su cara
se suavizaron, se relajó y respondió a mi pregunta con tres interrogantes;
-¿Me
conoces?, ¿quién eres?, ¿qué quieres?.
Notó
que se había excedido porque en mi cara se reflejó la ansiedad de sentirse
atosigado o recriminado.
Le
respondí por partes, incluso contestando a mi propia pregunta.
-Veo
que está muy bien. La conozco porque hace unos años usted me dio clases en la
universidad, por lo tanto esto contesta su primera y segunda cuestión y en
cuanto a lo que quiero, es muy simple, saludarla sin más y saber cómo se
encuentra. Hace mucho tiempo que no la veía por aquí. Su casa ha permanecido
cerrada durante muchos años. Su jardín es una maravilla y es una pena que se
hubiera deteriorado, al igual que sus cañerías, probablemente de no usarlas
podrían oxidarse.
-¿Le
ayudo con su maleta?
-No,
gracias –respondió con reticencia – que tenga un buen día.
Asentí
con la cabeza y me senté en un banco de la plaza.
Metió
la llave en la cerradura y con una suavidad que no esperaba, abrió y ante sus
ojos sorprendidos, se encontró con una explosión de colores. Su jardín estaba
esplendoroso. Cerró la puerta y siguió, admirada, hacia el interior de la casa.
Todo estaba en su lugar, limpio, lustroso, reluciente y hasta allí llegaba el
aroma que emanaba del jardín.
Cuando
pasó a la cocina, otra sorpresa la esperaba. Dentro de una caja, una gatita con
cuatro crías maullaban como si la esperaran. La última vez que estuvo allí,
dejó a Minina, una cría de gatita y era ella la mamá gatuna, la reconoció
porque tenía un corte en una orejita.
De
inmediato salió a la plaza con la idea de encontrarse conmigo, porque era obvio
que en su ausencia alguien le había cuidado la propiedad y su intuición la
llevó a pensar que yo tenía algo que ver, pero yo ya me había ido.
Al
día siguiente, preguntó a los vecinos y nadie sabía nada de mí, ni por las
señas de mi aspecto, ni tampoco habían visto movimientos extraños en su casa.
Había
adquirido la casona años atrás en una subasta, su dueño estaba desaparecido y
el banco se adueñó de la finca y cayó en sus manos.
Se
preguntaba quién sería el misterioso personaje que encontró en la plaza, hasta
que consiguió averiguar cuál era el aspecto del anterior dueño, su alumno. No
se sorprendió al comprobar por una foto quien fue el morador de su casa en su ausencia.