Me desperté
sobresaltada, con el cabello mojado de tanto sudor y seguro que grité porque
desde la puerta entreabierta de mi dormitorio asomaba la pálida cara de mi
madre que, con voz temblorosa, me preguntó:
-¿Qué te pasa, hija?
¿Estás bien?
-Es el olor a quemado,
mamá. Al pobre hombre lo están devorando
las llamas, encima lo han ahorcado y se está balanceando en lo más alto del
árbol del patio.
-¡Por Dios, hija!, es
que has tenido una pesadilla, te dije que no vieras la película Domingo de
Resurrección, acuérdate que es una tradición, es solo un monigote relleno de
ropa vieja al que hacen pagar las maldades de algún personaje y el pueblo
descarga su ira en estas fechas. Sabrá
Dios cómo será el testamento pero, ¿cómo te hubieras puesto si te hubiera
pasado la terrible visión que tuvimos tu padre y yo un día en que por ser
festivo, decidimos pasear por los alrededores de Caracas? Todo estaba en paz y cuando llegamos al
pueblo muy lindo que se llama San Francisco de Yare, de repente aparecieron
diablos por todas partes y eso no era una película, era la pura realidad, todos
vestidos de rojo, con capas, máscaras grotescas, adornos con cruces y
escapularios y sonando marcas y blandiendo látigos que llevaban en las manos;
eso sí que era terrorífico. Luego me
enteré de que es una tradición de Corpus Christi; una danza ritual donde el
bien triunfa sobre el mal, donde los diablos danzan y rezan. Hija, será mejor que te vistas, yo te invito
a almorzar una arepas de chicharrón con una polarcita.
Me quedo con ese final. Nada que no cure una arepita de chicharrón si encima va acompañada de una polarcita; eso ahuyenta los males sí o sí, no importa de qué índole sean; todo por obra y gracia del amor que conlleva la invitación, sólo por eso.
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