Todos los días salía de
la casa para hacer los trabajos del campo.
Lo primero era coger sus tijeras de poda, era su inseparable amiga, con
ella comenzaba el ritual de cada mañana.
Atravesando los caminos, miraba a un lado o al otro y fueras suyas o no
las fincas, allí donde veía un árbol descuidado que necesitara podas o injertos,
entraba y los arreglaba. Luego, al
regreso, ya se lo diría a sus dueños.
Los árboles eran su pasión, a todos los consideraba como parte de su
familia, de hecho, los injertos que hizo noventa años atrás, se mantienen aún de
pie, quizá para recordarme quién fue aquel personaje tan singular. Son muchos los que, como yo, al mirar los
árboles se acuerdan de él.
Extraña por lo poco común, pero bonita costumbre la de aquel hombre unido a la naturaleza por su amor a los árboles.
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