Después de cinco años presentándose a
todas las oposiciones que se convocaban en cualquier punto de su comunidad, por
fin Andrés las aprobó en su ciudad natal.
Reunió a toda su familia y amigos e hizo una gran fiesta para celebrar
su triunfo laboral.
Sus sueños se vieron cumplidos porque,
gracias a esta oportunidad merecida, ya podía casarse, formar una familia con
su novia Marisa, que también preparaba oposiciones, de hecho se conocieron en
dicho trance. Formaban una pareja
bastante unida, alegre, comprometida y solidarios con todo tipo de
injusticias. Allí donde había una
manifestación relacionada con desahucios, malos tratos, educación…, ellos se
involucraban de lleno.
Cuando por fin llegó el día de ocupar su
puesto de trabajo, se presentó al jefe del negociado correspondiente y, de
entrada, todo estuvo perfecto. Parecía
que se conocieran de toda la vida.
Pronto se adaptó a sus compañeros y viceversa. Su aspecto desaliñado contrastaba con la pulcritud
del medio y la sobriedad con la que sus compañeros vestían. Sus pelos largos, sus anillos y pulseras, su
mochila y sus ropas hippies, poco a poco, fueron desapareciendo porque, sin
nadie decirle nada y sin quererlo, se fue convirtiendo en un “buen funcionario”.
Se metió tanto en su papel que, ni
siquiera en casa abandonaba su personaje.
Quizá fueron tantos años persiguiéndolo que su mente se volcó totalmente
en demostrar que era un funcionario de los de verdad, auténtico. También Marisa después de casarse, consiguió
su plaza en otro municipio y apenas se veían y, cuando lo hacían, todo era
rutinario, porque él así lo quería, no se esforzaba lo más mínimo para que la
convivencia fuera cuanto menos agradable.
Sin embargo, ella había mejorado su aspecto, se le veía feliz y hacía
todo lo posible por transmitirle lo mismo pero, no se sabe cuándo, en algún
momento abandonó su interés por demostrarle amor, cariño, comprensión…, por lo
que sus vidas transcurrían separadas aunque compartieran vivienda y poco más.
Era de día, entraba el sol por la
ventana de la habitación y lo despertó el perro del vecino con sus
ladridos. Como cada sábado, se calzó sus
deportivas, se enfundó el chándal y salió a correr por el parque. Allí se encontró con un grupo de gente que,
en medio del césped, practicaba yoga. Le
llamó la atención un joven, parecía el maestro que, con aquellos movimientos en
cámara lenta, le indicaba con la mirada que se uniera al grupo, o al menos eso
fue lo que él intuyó. Le costó bastante,
eso fue lo que le pareció porque realmente en cuestión de pocos minutos, ya
estaba sentado en el suelo, siguiendo las instrucciones de aquel joven de
aspecto desaliñado, con los grelos atados en una coleta, un gran bigote y barba,
sus muñecas llenas de pulseras. Le
recordó a un joven con el mismo aspecto, lleno de ilusiones y esperanzas. Se miró y en cuestión de segundos imaginó
cómo hubiera sido su vida sin haber aprobado aquellas oposiciones. Le bastaron diez segundos para, después de
repasar su vida como si de una película se tratara, sin dejar de mirar a aquel joven lleno de
ánimo, de armonía, con una mirada limpia y luminosa, para decidir ser otro,
volver al momento del que nunca debió haber salido.
Fue el fin de semana más feliz de su
vida, con la mejor compañía, decidiendo y reconociendo su homosexualidad y su
fobia a los funcionarios. A partir del
lunes, no volvería a su aburrido y rutinario trabajo, aunque si seguiría con
sus clases de yoga en el parque.
Existen esos momentos de revelación, en que de pronto todo cobra sentido y se ve con claridad meridiana lo que segundos antes estaba encriptado. La última parte de tu relato nos habla muy bien de eso
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