Corrían
los años cincuenta…, cincuenta y cinco.
En mi barrio abrieron una sucursal de Correos y Paquetería Postal. Los vecinos estaban encantados pues en esos
tiempos, toda la comunicación con el exterior se tramitaba a través de cartas y
pequeños paquetes que venían de América, principalmente de Venezuela, ya que
todo transcurría en las Islas Canarias, en el Océano Atlántico.
La
pequeña sucursal era todo un acontecimiento; nos hacía aparecer un barrio
importante, amén de una novelería. El
grupo de jovencitas casaderas estaba entusiasmado pues el joven funcionario,
además de ser guapo y simpático, era todo un partido, tal y como se estimaba en
aquella época, cuando la máxima aspiración de una joven era casarse y tener
hijos.
Pasaron
los meses…, los años y cada uno de los vecinos del barrio fue organizando su
vida, multiplicando sus familias o yéndose a buscar fortuna a otros países,
allende los mares.
Nuevos
vecinos, nuevas formas de comunicación, e incluso cambio de hábitos: el barrio
había cambiado. Lo único que seguía
inamovible era el pequeño centro de Correos.
Nuestro guapo y simpático funcionario, rectifico, ya no tan simpático ni
tan guapo, todo lo contrario. El tiempo
y la rutina lo habían convertido en un ser gris, frío, restándole todo el
encanto que antaño había enamorado a todas las jóvenes casaderas y a alguna que
otra viuda pretenciosa.
Muchos
de los antiguos vecinos se decían: ¡qué vida tan insulsa lleva Manolo el funcionario!, como familiarmente lo
llamaban. Es más, se había convertido en
un solitario, no se le conocía vida familiar, ni aficiones de ningún tipo,
hasta se comentaba que tenía la maleta siempre preparada detrás de la puerta de
la pensión. ¡Lástima!, con lo que
prometía cuando llegó a este barrio recién aprobadas las oposiciones y que,
según él decía, había sido el primero en su promoción. Comentaba siempre que podía que aquel puesto
iba a ser provisional, que al mes siguiente ya no estaría allí, tendría un
puesto relevante y podría organizar su vida tal como ambicionaba. ¡Ah, pero…!
Cada mes una disculpa diferente: lo suyo no ha podido ser, el hijo del
director ha solicitado un cambio y usted sabe cómo son estas cosas…, donde
manda capitán…, pero descuide que el próximo ascenso es el suyo…, de todas
formas usted no puede quejarse, que en su barrio le tienen mucha estima… ¡Pobre Manolo! Mira que se podría haber casado con el mejor
partido del barrio, Margarita, la hija del carnicero, que ha muerto dejando
riquísima a su hija y que sigue estando de tan buen ver a pesar de los años y
de haber tenido cuatro hijos.
Lo
menos que imaginaban aquellos vecinos cotillas era que el pobre Manolo
escuchaba los comentarios, hundiéndolo más y más en la gran amargura que lo
embargaba desde hacía muchos años atrás, cuando cometió el terrible error de
rechazar a Margarita, de la cual continuaba locamente enamorado. ¡Cuánto se
había arrepentido de no haber abandonado el puesto de funcionario y haber
aceptado el ofrecimiento del puesto de encargado de la carnicería que el padre
de Margarita le ofreció. Su arrogancia
le había castigado duramente y no sólo eso, pues había jurado no hablar jamás
de la proposición del padre de su adorada Margarita, con lo cual su vida y su
ridículo fracaso eran más y más evidentes a los ojos de todo el barrio.
Siempre
le acompañaría el grave error de aferrarse a un mísero puesto y no
abandonarlo. Se había convertido en un
gris y triste funcionario.