Entró al
libro una noche de abril. Aprovechó que
ya todos dormían y ¡zas!, se tropezó con una piedra grande que, para su horror,
se movía. ¡Ay, no!, pero si es un
morrocoy, ¡qué susto!. Pero bueno, es
inofensivo. Al instante se dio cuenta
del persistente croar de las ranas y del sonido vibrante que producían los
araguatos. Pues sí, se encontraba en
plena sabana. ¡Oh, Dios! ¿y si hay algún
puma o una cascabel?, pensó.
No imaginaba
cómo había ido a parar al rancho de Lorenzo Barquero, que como siempre, dormía
en su chinchorro, rodeado de botellas de ron.
Decidió esperar a la madrugada para emprender su viaje de retorno. Al despuntar el alba, vio una figura femenina
corriendo con un bultito, que parecía un bebé, en sus brazos. Sigilosamente, dejó la criaturita al lado del
chinchorro y salió apresurada.
-¡No, Bárbara!
No dejes abandonada a Marisela, ¡es tan pequeñita!
Deseo
insuflarle amor maternal, pero ella lo ignora y se va si mirar atrás.
No la
detuvo, ni la maravillosa visión de los guacamayos, ni la hermosura de las
orquídeas, ni las simpáticas iguanas, ni el majestuoso araguaney de la orilla
del camino.
En ese
momento, se oyó el canto de la pavita que, desde lo alto de la palma moriche,
auguraba mala suerte a quien tuviera la desgracia de oírla.
Yo lo
siento, no pude hacer nada para cambiar la historia. Ya Rómulo Gallegos firmó su Doña Bárbara hace
mucho tiempo y me fue imposible arrebatarle su novela.