Un día
recibí la visita de unos amigos de mi madre.
Eran unas personas mayores a
quienes mi madre había invitado a pasar unos días en la capital. Ellos no la conocían y todo les llamaba la
atención. Esto ocurrió cincuenta años
atrás y nunca habían salido de su pueblo sino para ir al más cercano a hacer
alguna diligencia. No conocían ni la
guagua porque en el pueblo había un solo coche y el único medio de transporte
del que disponían, aparte de burro o caballo, era un viejo camión que los
llevaba si necesitaban salir. Lo que
ocurrió nos parecerá increíble hoy en día pero, fue del todo cierto.
Quise
sacarlos a dar un paseo para que conocieran la ciudad por lo que nos dispusimos
a coger la guagua y ahí empezó el problema.
Al entrar, ellos no sabían qué hacer con el torno giratorio que tenían
las guaguas en aquellos tiempos para contar los pasajeros. Yo pasé delante sin ponerme a pensar que
ellos no sabrían cómo hacerlo y, despistados, ni siquiera se fijaron como había
hecho yo. Me di cuenta de que la gente
de la guagua empezaba a reírse. Al darme
la vuelta, vi la causa. Los pobres no
sabían como entrar. A la mujer no se le
ocurre otra cosa que levantar la pierna para tratar de pasar por encima y, con
la falda estrecha que tenía, se quedó a medias, casi en el aire hasta que
finalmente el torno giró y el cuerpo se fue hacia adelante. Al querer ayudarla, se me cayó encima y el
hermano, al ver que ella se había quedado enganchada, tuvo la brillante idea de
ponerse en cuclillas para pasar por debajo.
Entre las risas de la gente y mis nervios, los tres quedamos en el suelo
hechos un revoltillo. El chófer paró la
guagua y unos pasajeros nos ayudaron a levantar.
Han pasado
muchos años de esta anécdota pero no he podido ni podré olvidarme jamás de los
apuros que pasé ni de aquellas caritas de vergüenza que tenían los dos hermanos
al ver las risas de los demás.
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